25



Paloma

 

 

Cuando me desperté el domingo por la mañana y terminé de hacer mis ejercicios de barra y de suelo, esperaba que mamie reanudara su relato. Pero mientras tomábamos juntas la sopa de chirivía en la cocina para almorzar, apenas me miró. Por su actitud introvertida, me pareció que estaba dándole vueltas a algo antes de continuar o que tenía dudas acerca de si terminar la historia.

Estuve dando vueltas por el apartamento esperando a que mamie dijera algo. Llevé la jaula de Diaghilev al estudio y dejé que volara mientras limpiaba sus perchas y comederos. Ordené el cajón de la cubertería para no estar demasiado lejos de mamie, que leía el periódico en la mesa de la cocina. Pero siguió sin decir nada.

Llevé el teléfono a mi dormitorio y llamé a Jaime. El sonido de su voz me puso tan contenta como nunca me había sentido. Era como si hubiera recibido una noticia maravillosa.

—¿Va todo bien? —preguntó.

—Sí, mamie y yo hemos hecho las paces. Anoche habló mucho de España.

—Me alegro —dijo—. Esta tarde tengo que terminar una tarea, ¿te gustaría ir al cine conmigo un día de esta semana?

De nuevo aquella sensación de que algo asombroso me estaba sucediendo me hizo sentir cosquillas en los dedos de los pies.

—Están poniendo L’Important c’est d’aimer, y también hay una película americana, Jaws —dijo.

Les Dents de la mer —le dije—. Ese es el título francés.

—Solo los franceses podían poner a una película de terror un título tan romántico.

Jaime se echó a reír. Y yo con él.

—¡Si la película se estrenara en España, el título tendría veinte palabras y contaría el argumento!

—Es verdad —dijo Jaime sin parar de reír—. Tal vez con todo lo que está pasando deberíamos ver una comedia, para aligerar un poco las cosas. He oído decir que Le Sauvage, con Catherine Deneuve e Yves Montand, está bien. Averiguaré dónde la ponen.

Le dije a Jaime que también me gustaría ver la película de la Rusa de la que me había hablado. Luego seguimos charlando durante un rato hasta que Carmen necesitó usar el teléfono.

—Ya te diré algo sobre la película de la Rusa —me prometió antes de colgar.

Después de llevar de nuevo el teléfono al vestíbulo, volví a la cocina, donde mamie seguía leyendo el periódico. Levantó la vista y me miró.

—¿Con quién hablabas por teléfono?

—Con el sobrino de mi profesora de flamenco. Jaime.

Mamie me observó un momento y después sonrió.

—Te reías mucho. ¿Te gusta?

Asentí.

Mamie me hizo una seña para que me sentara a la mesa. Lo hice en la silla que estaba frente a ella.

—Es bueno estar enamorado —dijo mientras una expresión pensativa asomaba a su cara—. Pero también es complicado.

Suspiré con alivio. Así que después de todo iba a contarme más cosas sobre España.

 

Cuando Francesc escribió a sus padres que tenía previsto quedarse otro mes en Inglaterra, mamá llegó a la conclusión de que el asunto se le había escapado de las manos.

—¿Se piensa que nuestra Evelina es un patito feo que lo va a estar esperando todo el verano? —le dijo al pare—. Como no ha habido ningún compromiso formal, voy a hacer que se sepa que nos gustaría presentar a Evelina a hijos de otras familias.

Mientras mi noviazgo con Francesc se había dado por sentado, se me había concedido cierto indulto en las rondas de meriendas, cenas y bailes a los que tenían que asistir las otras debutantes. Ahora que mamá estaba en campaña para encontrarme novios alternativos, yo me dejaba ver con más frecuencia en actos sociales: el Liceu, el baile de verano de la familia de Figueroa, la recepción al aire libre de la familia Manzano, los partidos de tenis y de croquet. Estaba en todas partes, a excepción de donde más quería estar: con Gaspar.

Cuando el marqués y la marquesa se enteraron de que mis padres no consideraban ya en exclusiva a Francesc, debió de entrarles el pánico y le escribieron una carta exigiéndole que regresara lo antes posible. Penélope Cerdà nos invitó a Margarida y a mí a pasar unas semanas en la residencia de verano de la familia en S’Agaró, en la Costa Brava.

—Por favor, mamá —se quejó Margarida—, no me condenes a pasar el tiempo con los pelmazos aristocráticos que andan por S’Agaró. ¡Son tan presuntuosos!

—Deberías estar encantada —la reprendió mamá—. Los marqueses desean hacer desaparecer a Evelina porque no quieren perderla como futura nuera.

Margarida suspiró.

—¡Pues puedes estar contenta de que tus tácticas intimidatorias resulten tan eficaces!

La residencia veraniega de la familia Cerdà era una casa cubierta de buganvillas, encaramada en un cabo con vistas al Mediterráneo. Casi todas las mañanas, Margarida se escondía para leer en algún lugar del jardín formal, mientras Penélope y yo bajábamos a la playa a tomar el sol y a nadar en la bahía en calma. Nos vigilaba la mujer del jardinero, una persona baja y fornida que pelaba patatas sentada bajo una sombrilla mientras Penélope y yo extendíamos nuestras esterillas de playa cerca de las rocas y volvíamos la cara al sol. El bronceado estaba de moda ese año.

—Me sorprendió verte en el Samovar Club —me dijo Penélope.

Miró a nuestro alrededor para comprobar que no había ningún pescador en la playa y dejó caer los tirantes de su traje de baño de los hombros.

—No se lo contarás a tus padres, ¿verdad? —le supliqué—. Salí de casa a escondidas.

—¡Y yo también!

Se rio echando hacia atrás la cabeza. Tenía el cuello largo y elegante, las piernas esbeltas y el aspecto nórdico de sus padres. Le estaba agradecida de que me hubiera prestado uno de sus trajes de baño hasta el muslo que estaban de moda. Así no tenía que ponerme el horrendo traje hasta la rodilla que mi madre me había metido en el equipaje.

—¿Qué te pareció la Rusa? —le pregunté—. Estuvo increíble, ¿verdad?

—¡Oh, sí! —coincidió Penélope—. ¿Y qué me dices de esos ojos suyos? ¡Eran los ojos de una mujer que ha visto muchas cosas!

—Su forma de bailar fue brillante. Espero poder verla bailar de nuevo, y pronto.

Penélope se sentó y se quitó la arena de las piernas.

—Bueno, por suerte para ti, a Francesc le gusta salir, así que estoy convencida de que llevarás una excitante vida nocturna cuando estéis casados. Yo me voy a comprometer con Felip Manzano, que se levanta al amanecer para montar sus caballos. ¡Nos acostaremos a las diez de la noche! Aun así, es muy guapo. Así que seguro que nuestros hijos serán guapos.

—¿Cuántos hijos quieres tener? —le pregunté.

Entrecerró los ojos mirando al agua.

—Cuatro: dos niños y dos niñas. ¿Y tú?

Pensé en el monísimo Feliu con su naricita chata.

—Todos los que pueda —respondí.

Nos echamos a reír.

—Bueno, pronto podrás crear una familia —dijo Penélope—. Francesc ha prometido regresar antes del día quince del mes que viene. Sé a ciencia cierta que han enviado el anillo de compromiso de mi abuela a los joyeros para que lo limpien y lo pulan. Tengo la leve sospecha de que es para ti porque mi madre le preguntó a la tuya cuál es tu talla.

Se me cayó el alma a los pies. Otra chica podría estar encantada porque iba a casarse con el atractivo hijo de una familia noble, pero yo me sentía abatida. Todas mis fantasías sobre cómo Gaspar y yo podíamos estar juntos se habían malogrado y la realidad de quién iba a ser mi futuro marido comenzaba a golpearme. Me tumbé de nuevo y giré la cabeza, tapándola con el sombrero como para protegerla del sol, cuando lo que en realidad estaba haciendo era ocultar mis lágrimas. Afortunadamente, Penélope dio por supuesto que me había quedado dormida.

 

Unos días después, estaba jugando en el jardín con los perros pastores de los Cerdà, Fiesta y Torero, cuando oí unas voces de entusiasmo que venían de la casa. Una voz en particular me llamó la atención.

—He estado con unos amigos artistas en Cadaqués —decía Gaspar—. Y se me ocurrió pasar por aquí para ver cómo están todos.

—Bueno, Margarida y Evelina Montella están con nosotros. ¿Por qué no vienes a cenar esta noche?

No oí la conversación a partir de ahí, pero unos instantes después todos salieron en tropel de la casa y se encaminaron hacia mí. Gaspar llevaba blazer azul y pantalones blancos. Su pelo de color cobrizo se agitaba con la brisa. Un brillo juguetón le bailó en los ojos. Pensé que era el hombre más guapo sobre la Tierra. Aunque Francesc me caía bien, nunca experimentaría con él lo que sentía cuando veía a Gaspar: las emociones y las mariposas de estar enamorado.

Llamaron a Margarida, que estaba en el cenador.

—¡Mira quién está aquí! —dijo Penélope, estrechando a Gaspar entre sus brazos—. ¡Mi primo tanto tiempo perdido!

—¿Por qué no vais los jóvenes a dar un paseo por la playa? —sugirió la marquesa—. Gaspar ha estado trabajando por las noches. No le vendría mal un poco de sol.

La luz de la tarde era brillante en la arena dorada. Las rocas bajo el agua transparente hacían que la bahía pareciera un mapa del mundo. Margarida y Penélope habían encontrado un tema de conversación común en la poesía de Lorca. Caminaban delante de nosotros, con los perros saltando y brincando a su alrededor.

Gaspar se quedó atrás conmigo.

—Hoy estás más callada de lo habitual, Evelina.

Mi primera reacción fue mirar hacia otro lado. Me intimidaba tanto estar con él que no sabía qué decir.

—He oído decir que Francesc estará de vuelta de Inglaterra antes de lo esperado. —Gaspar miró el agua y suspiró antes de dirigirse de nuevo a mí—. Es un hombre con suerte. Ojalá te valorase más.

Y entonces lo supe. Pude verlo en los ojos de Gaspar. Él sentía lo mismo por mí. Pero ¿cómo podíamos siquiera mencionar ese asunto?

—Yo también soy afortunada de que Francesc quiera casarse conmigo —dije—. Pero no lo bastante afortunada para… —No pude acabar la frase. No era lo bastante atrevida.

—¿Para qué? —preguntó Gaspar mirándome con interés.

Se me hizo un nudo en la garganta. Sentí la lengua áspera. Temí que si intentaba hablar lo único que haría sería tartamudear. Una vez dicho lo que estaba pensando, no habría vuelta atrás. Si estaba equivocada y Gaspar no sentía lo mismo, no volvería a estar cómodo cerca de mí nunca más. ¿Podría vivir con ello? ¿Era mejor al menos tenerlo cerca aunque estuviera casada con Francesc? Pero sabía que no podría estar en paz si no me abría a él.

—No soy lo bastante afortunada para casarme con el hombre a quien de verdad amo —dije.

Nuestras miradas se encontraron. En la cara de Gaspar apareció una expresión de euforia y de preocupación a la vez. Había entendido lo que quería decir.

—Tal vez debería haber hecho algo —dijo frunciendo los labios—. Tal vez debería haber actuado antes. —Negó con la cabeza—. Pensé que si me iba lejos…, bueno, no comprendí lo que tú sentías. Intenté olvidarte.

—Gaspar…

Pero no pude decir lo que quería decir. Mi corazón estaba demasiado lleno.

Él miró con cautela a los demás, pero estaban demasiado atareados lanzando palos para los perros. A mí no me preocupaba si se daban cuenta o no. Lo único que me importaba era que Gaspar me amaba.

—Mi vida no es solo música —dijo—. En cada país que he visitado, deseaba que estuvieras allí para que pudieras verlo todo conmigo. Te imaginaba bailando en las calles en el carnaval de Río o bebiendo cócteles conmigo en el Park View Hotel de La Habana.

Mi corazón saltó de alegría. Cada día que había pensado en Gaspar, él había pensado en mí. Pero estaba triste.

—Francesc tiene todo lo que yo no puedo darte: un título, una herencia familiar, una fortuna. Tu padre nunca me concedería tu mano ni aunque se la pidiera.

El dolor me atravesó el corazón. Si el pare había consentido tanto a Margarida, ¿por qué no podía dejarme también a mí que viviera la vida que quería?

—¡Entonces nos fugaremos! —dije.

Gaspar negó con la cabeza.

—Nunca te haría pasar por un escándalo. No se trata solo de ser feliz ahora, sino de estar satisfecho dentro de diez, veinte, treinta años. ¿Podrías ser feliz conmigo si te obligara a desertar de tu familia? Piensa en la vergüenza que caería sobre ellos.

Intenté contener las lágrimas. Era terrible ser una Montella. No éramos una familia: éramos una institución. No teníamos derechos individuales que nos permitieran ser felices.

—Evelina —dijo Gaspar con dulzura—, no pierdas la esperanza. Se lo diré a Xavier. Puede que él haya adivinado nuestros sentimientos, no lo sé. Tal vez pueda hablar en mi nombre con tu padre. Trabajaré como un esclavo para ti, Evelina. Nunca dejaré que carezcas de nada. Pero si asumo el riesgo de pedir tu mano y tus padres no lo aprueban, podrían impedir que volviera a verte. ¿Estás dispuesta a eso? ¿A jugártelo todo?

—¡Sí! —le dije—. ¡Sí, estoy dispuesta a perderlo todo por estar contigo!

La cena de aquella noche no podría transcurrir con normalidad. La excitación y la ansiedad me habían revuelto el estómago. Por una parte, me gustaba estar en la misma mesa con Gaspar. Me sentía eufórica al saber que sentía lo mismo que yo. Por otra, me sentía una embustera. La familia Cerdà nos había invitado a Margarida y a mí como huéspedes con la expectativa de que pronto fuera su nuera. Se sentirían traicionados si me casaba con Gaspar en vez de con Francesc. Intenté calmarme, pero mi mente estaba repleta de pensamientos enfrentados; mi corazón, de sentimientos confusos.

—¿Te encuentras bien, Evelina? —me preguntó la marquesa—. Estás muy pálida.

—Es el calamar que tomamos en el almuerzo —dijo el marqués—. Desde luego, a mí no me ha sentado bien. Tendré que hablar con el cocinero.

Antes de marcharse esa misma noche, Gaspar me dijo:

—Ten fe. Sé fuerte por mí, Evelina.

No me quedé dormida hasta altas horas de la madrugada. No paré de dar vueltas. Cuando me levanté por la mañana, ardía de fiebre. Margarida aprovechó mi mal aspecto para insinuar que debíamos volver a Barcelona.

—Echa mucho de menos a mamá —les dijo a nuestros anfitriones.

—Es comprensible —respondió la marquesa, dedicándome una sonrisa indulgente antes de susurrar a su marido, en voz lo bastante alta para que yo la oyera—, a mí me pasaba lo mismo en vísperas de mi compromiso.

 

No estuve más tranquila en Barcelona que en S’Agaró. ¿Cuándo hablaría Gaspar con Xavier? ¿Qué diría Xavier? Si estaba de acuerdo, ¿cuándo se lo preguntaría a mi padre? Y, cada día, el regreso de Francesc estaba más cerca. Perdí varios kilos por la preocupación.

Un día, después de mi clase de ballet, Xavier me dijo que quería verme en el estudio. Su cara era solemne, pero era mi hermano y me quería. Intenté no preocuparme.

—Supongo que ya sabes que Gaspar ha hablado conmigo —dijo.

Asentí. Tenía la garganta seca. ¿Por qué parecía tan serio?

Me miró con esos ojos que coincidían a la perfección con los míos en color. Se miró las manos un momento ante de decir:

—Como puedes ver, Conchita y yo no somos felices juntos. Si pudiera desearte algo, Evelina, sería un matrimonio que te dé alegría además de seguridad. Francesc es un tipo de buen corazón, pero no es Gaspar. —Hizo una pausa y sonrió—. Puedo entender perfectamente por qué te has enamorado de Gaspar. ¡Si yo hubiera nacido mujer, también me habría enamorado de él!

Me sentí más animada.

Xavier me tendió una mano y la agarré.

—Sé que si a Gaspar y a ti os dejaran casaros, él consagraría su vida a tu bienestar. Se ha ofrecido a dejar de trabajar como músico y dedicarse al derecho, o a entrar en una empresa de la familia Montella, si de ese modo nuestros padres le dan su aprobación. Hablaré con ellos, Evelina. Expondré las razones para tu felicidad con la mayor firmeza que pueda. Pero también tienes que entender que puedo fracasar. Nuestros padres han dedicado sus vidas a construir la fortuna y el nombre de los Montella. No somos como otra gente. La carga de nuestra posición en la sociedad significa que no podemos hacer siempre lo que nos plazca.

Unos días después, Gaspar llegó a nuestra casa. Parecía más que nervioso. Me encontré con él en el vestíbulo y le rocé ligeramente la mano, antes de que desapareciera en el salón para reunirse con mi padre, que pensaba que Gaspar venía a verlo en relación con una propuesta de negocios. No tenía ni idea de lo que sentíamos.

—Iré a hablar contigo después—prometió Xavier—. Ahora ve a tu habitación y ten fe. Reza por nosotros.

Cuando estaba cerca de la parte superior de la escalera, oí que Xavier acompañaba a mamá al salón. Eran las madres catalanas quienes decidían sobre las parejas de boda de sus hijos. Habría sido una estupidez dejarla al margen de la conversación. Yo conocía ya la postura de mamá en relación con Gaspar. Mi esperanza era que, si Xavier podía convencer al pare de que el casamiento era adecuado, mi padre pudiera persuadir a mamá de que accediera.

Me alegré de que Margarida estuviera todo el día fuera de casa. Me resultaba imposible tranquilizarme mientras mi futuro se decidía en el piso de abajo. Dios mío, recé. Por favor, deja que Gaspar y yo estemos juntos. Estuve en ese estado de agitación durante casi una hora. Pero cuanto más tiempo esperaba, más esperanza sentía. Si mis padres se hubieran negado a considerar la proposición de Gaspar, la conversación ya habría terminado.

Oí voces en el vestíbulo y cuando miré desde mi puerta vi a Gaspar saliendo. Tanto si la proposición era aceptada como si no, era costumbre que el pretendiente se marchara de inmediato para que los padres pudieran hablar del asunto con su hija en privado. Cuando volví corriendo a la ventana y vi a Gaspar subiendo a su coche, me di cuenta de que nuestro plan tenía un fallo. No le había dicho que estaría mirando desde la ventana y que hiciera una seña si todo había salido bien. Me reprendí a mí misma. Ahora lo único que podía hacer era prepararme para cualquier noticia que Xavier me trajera.

Pasó otra media hora antes de que mi hermana llegara a mi puerta. Su boca estaba apretada. Negó con la cabeza. El corazón me latió con fuerza de rabia cuando comprendí que todo había terminado. Apenas oí a Xavier cuando me dijo que Gaspar había hablado desde el corazón y que él mismo había argumentado apasionadamente que debían dejarme elegir con libertad a la hora de decidir sobre mi futuro marido.

—El pare ha dicho que estás prometida con Francesc Cerdà y ya está. Mamá ha añadido que no era simplemente un matrimonio entre dos personas jóvenes, sino la unión de dos linajes importantes.

—Eso es medieval —dije.

Aunque sabía que teníamos escasas probabilidades de cambiar la opinión de mis padres, la negativa supuso para mí una conmoción. Me temblaban las piernas. Xavier me estrechó entre sus brazos. No intentó consolarme con palabras, pues comprendía que no había nada que decir. Al ser hombre, tenía alguna probabilidad de encontrar consuelo fuera de su infeliz matrimonio con Conchita, pero para mí no habría esa salida. La verdad era terrible: iba a ser una prisionera. ¿Y para qué? ¿Para una alianza?

La imagen de Gaspar marchándose volvió a mí.

—¡Gaspar! —grité. Sujeté a Xavier por los hombros—. ¡Xavier, tengo que hablar con él! Gaspar y yo tenemos que podernos despedir al menos.

Mi hermano negó con la cabeza.

—Se ha ido, Evelina. Va a volver a Sudamérica. Es lo mejor.

Me separé de Xavier y me senté en la cama. ¿Entonces aquel nervioso intercambio de esperanza en el vestíbulo iba a suponer mi último contacto con Gaspar? Me llevé las palmas de las manos a la cara y apreté con fuera. Pero nada podía aliviar el punzante dolor de cabeza que sentía.

Cuando alcé la vista de nuevo, mamá estaba en la puerta. La miré como alguien que observa entre la niebla.

—Me gustaría hablar con Evelina a solas —le dijo a Xavier.

Cuando mi hermano salió, ella entró y se quedó de pie a mi lado.

—¿No te advertí que no debías albergar pensamientos con alguien que está por debajo de ti, Evelina? Te has causado esta infelicidad a ti… y a él.

Alcé la vista para mirarla.

—¿Cómo puede Gaspar estar por debajo de mí? —pregunté—. Es más inteligente y tiene más talento que todos nosotros juntos.

Mamá frunció el ceño.

—En posición social, quiero decir.

Me miró las manos. Mientras aguardaba la decisión del pare, me había mordido las uñas. Ahora estaban desiguales y raídas.

Aparté la vista de ella.

—Eso es importante para el pare y también para ti. No es lo que más me importa a mí.

Mamá suspiró.

—Tal vez no ahora. Pero confía en mí, es importante. ¿Piensas que somos tan insensibles, que no tenemos en cuenta tu felicidad? Créeme, la felicidad se agota enseguida cuando no se tiene una casa decente y no puedes ofrecer a tus hijos una vida estable.

—Gaspar tiene mucho éxito…

Ella levantó la voz para cortarme.

—No tiene apellido —dijo—. Sus padres dilapidaron su lugar en la sociedad. Y tú eres una Montella. El amor juvenil no dura, Evelina. Lo que cuenta es el respeto mutuo.

Me encogí de hombros. Daba la impresión de que no hablábamos ya el mismo idioma.

—No creo que, dadas las circunstancias, deba comprometerme con Francesc Cerdà. No estaría bien.

Mamá se enfureció.

—Solo tu familia más cercana conoce esta absurda situación. Y ha de seguir siendo así. —Me sujetó la cara para que nos miráramos a los ojos. Sus dedos apretaron mi piel con tal fuerza que estoy segura de que me dejaron moretones—. Aceptarás la proposición de Francesc Cerdà, ¿me oyes? Y te casarás a finales de septiembre. Y quítate de la cabeza de una vez tus insensatas ideas sobre Gaspar Olivero. ¡Asunto concluido! ¡Se acabó! No volveremos a hablar de este asunto.

 

De los dos meses siguientes de mi vida tengo un recuerdo borroso. Francesc regresó de Inglaterra y me pidió en matrimonio. Acepté porque no me quedaba otra elección. Sentía cierta indiferencia mientras hacíamos las rondas de visitas y exhibía el anillo de compromiso de diamante y zafiro que había pertenecido a la abuela de Francesc. No sentía que el anillo me perteneciera, igual que mi vida. Si no podía casarme con el hombre al que de verdad amaba, ¿cómo podía yo ser real? Era una espectadora viendo un juego.

Cuando llegué al altar de la Basílica de la Mercè del brazo de mi padre, pude oler el azahar y las azucenas mezclados con el perfume de polvo y de piedra húmeda que siempre impregnaba el interior de aquella iglesia barroca. De acuerdo con la tradición catalana, Francesc y su madre desfilaron por el pasillo delante de nosotros. La penumbra del templo, los halos de luz de las lámparas de araña y las velas hacían que la atmósfera fuera aún más irreal. Ponía un pie delante del otro, observando cómo el dobladillo de mi vestido de encaje oscilaba con cada paso. Estaba perdida en un trance hipnótico.

Alcé la vista y vi a mamá sentada en el primer banco, sollozando en su pañuelo. Margarida también lloraba. Solo Xavier, mi querido Xavier, sonreía para mí, aunque su mirada era triste. ¿Pensaba que me había fallado?

Cuando nos dejaron solos a Francesc y a mí en el altar delante del sacerdote, el pulso me golpeó en las sienes con tal violencia que pensé que podía desmayarme. El aroma que llegaba desde el incensario del sacerdote era insoportable. Recordé que Gaspar me había dicho la noche que estuvimos viendo a la Rusa que el incienso se hacía con la resina endurecida de un árbol llamado boswellia y que a esta resina endurecida se le daba el nombre de «lágrimas». Gaspar siempre sabía detalles interesantes como ese, pensé. Vi su cara ante mí, esos ojos despiertos y esa sonrisa a punto. Oí su voz tranquilizadora en mi oído: «Ten fe. Sé fuerte por mí, Evelina».

Miré la imagen de Nuestra Señora de la Merced. Había llorado tanto por haber perdido a Gaspar que ya no me quedaban lágrimas. Ya no me quedaba esperanza. Solo rendición.

Francesc me tocó en el codo y consiguió que mi mente volviera al presente.

—Estás preciosa —susurró.

Era tan cariñoso y amable que me levantó un poco el ánimo. Al menos mis padres no me entregaban en matrimonio a un monstruo. De no haber conocido a Gaspar, es probable que hubiera sido feliz con Francesc. Era un enlace que hacía felices a mis padres. Los Cerdà eran personas agradables. Francesc era atractivo y poseía una personalidad divertida. Pero no podía ser feliz ahora y comenzaba a aceptar que nunca lo sería. Pensé en Conchita, sentada con mi familia y con un aspecto precioso con su vestido de seda de color turquesa. Pero tenía los ojos hundidos y la boca tensa. ¿Estaría yo así dentro de diez años?

Aunque la iglesia estaba abarrotada y el sacerdote ofició una misa completa, la ceremonia nupcial pareció haber concluido al cabo de unos pocos minutos. Antes de darme cuenta, mi velo se levantó y el anillo de compromiso que llevaba en la mano derecha se había convertido ahora en el anillo de boda del dedo anular de mi mano izquierda. Francesc y yo salíamos por el pasillo como marido y mujer.

En la calle, la luz de los primeros días del otoño comenzaba a apagarse. Los invitados nos dieron su enhorabuena. Otra vez aquella sensación de estar fuera de mi cuerpo. Mamá, el pare, Margarida y Xavier estaban juntos. Me di cuenta de que no volvería a vivir nunca con ellos. A partir de ese momento, formaría parte de la familia Cerdà. Miré al marqués, a la marquesa y a Penélope. Eran unos completos desconocidos. Y no tardaría en averiguar lo poco que sabía exactamente de mi esposo.

 

Mamie volvió de sus recuerdos mientras en la calle el cielo de invierno comenzaba a oscurecerse. No tenía ni idea de que se hubiera casado con otro antes que con el avi. Los problemas y la separación que su amor había soportado los mostraba de una manera distinta. En vez de ser mis abuelos sin más, los veía como figuras románticas. Me moría de ganas de preguntar a mamie cómo, si había estado casada con Francesc, había terminado con el avi, pero yo empezaba a comprender lo complicada que había sido su vida en Barcelona y a cuántas personas más había implicado. Debía tener paciencia. Tenía que dejar que mamie contara la historia a su manera.

Me miró como si se hubiera olvidado de que estaba allí sentada con ella.

—Supe que algo no iba bien la primera noche de nuestro matrimonio —dijo con una expresión atribulada en la cara—. Después del banquete de bodas, que terminó de madrugada, Francesc y yo regresamos a la mansión de los Cerdà, donde debíamos pasar la noche antes de partir de viaje de luna de miel al día siguiente. Habían decorado nuestra suite poco antes y los muebles de nogal ofrecían un bello contraste con las paredes de alegre papel amarillo. En el dormitorio había una cama de matrimonio extragrande con almohadones con monogramas de color gris perla y una colcha de raso gris plateado. Francesc y yo nos quedamos mirándola.

»Mamá me había explicado lo que se esperaba de mí como esposa. Aunque estaba agotada, me pasé el cepillo por el pelo y me puse el camisón de encaje que formaba parte de mi ajuar. Francesc se puso un gorro de dormir. Había jarrones de gardenias por toda la habitación, que daban al aire una fragancia celestial. Enfrente de la cama había una pintura de camelias de color rosáceo, mis flores preferidas. Sabía que mamá la había puesto allí para mí. Me acosté en la cama, sintiéndome incómoda y nerviosa. Me pregunté hasta qué punto las cosas habrían sido distintas si me hubiera casado con Gaspar. Imaginé sus labios suaves besándome en el cuello, sus manos sujetando mi cintura… Entonces me detuve. Pensar en un hombre distinto de Francesc era pecado.

Mamie se calló un momento, mirándome a la cara. Era como si no encontrara las palabras justas. Yo quería que continuara, pero también me daba miedo lo que pudiera oír.

—Francesc apagó la luz y se desvistió en la oscuridad —continuó—. La cama se hundió con su peso cuando se metió en ella a mi lado. Apreté los dientes y me pregunté qué pasaría a continuación.

»«Bueno, es un alivio que toda la ceremonia haya terminado. Era más para nuestros padres que para nosotros», dijo. Me reí tontamente. Era tan propio de Francesc decir algo así: «Y también para Dios —le recordé—. Es importante estar unidos ante Dios». «Sí, por supuesto», coincidió.

»Volvimos a quedarnos callados. Por un instante pensé que se había quedado dormido, pero entonces se levantó y fue al cuarto de baño. Pude oírle abriendo y cerrando grifos durante un tiempo que me pareció una eternidad. Me pregunté qué estaría haciendo. Me sentía como una idiota allí tumbada en la oscuridad, así que encendí la lámpara de la cabecera. Después de más ruidos de salpicaduras desde el baño, Francesc regresó y pareció sorprendido al ver que todavía estaba despierta. Se subió a la cama a mi lado y se quedó mirando al techo. Yo también miré el techo. ¿Era posible que Francesc estuviera igual de nervioso? Era mayor que yo. Y con todo lo que había viajado, mamá me había dicho que no me ofendiera si parecía «experimentado».

»Francesc se quedó acostado sin moverse unos minutos más, hasta que una especie de determinación pareció nacer en él. Extendió el brazo por encima de mi pecho y apagó la luz. Luego hizo un movimiento que se asemejó más al de un médico que se dispone a realizar una operación que al de un marido enamorado que va a hacer el amor con su esposa por primera vez. Tiró del camisón hacia arriba y se inclinó sobre mí. Apreté los dientes y me dispuse a esperar el dolor que mamá me había advertido que debía esperar. Pero lo único que sentí fue algo carnoso y blando restregándose contra mí. No pasó absolutamente nada.

Me moví incómoda en mi silla. ¿Por qué me hablaba mamie de su primera experiencia sexual?, me pregunté, un poco intranquila A nadie le gusta imaginar a su abuela haciendo el amor. Además, mamie era más bien mojigata en lo referente a esas cosas. Yo tampoco podía alardear de ninguna experiencia, pero, pensando en las revistas de mujeres que había leído, daba la impresión de que Francesc estaba nervioso o que había consumido demasiado alcohol en el banquete.

Mamie me miró de forma significativa.

—Tampoco pasó nada la noche siguiente en París, ni la otra. De hecho, no llegamos a consumar el matrimonio. Yo era joven y sin experiencia, pero supe que algo iba terriblemente mal, sobre todo después de que mamá me dijera que fuera comprensiva ante el hecho de que los hombres tenían fuertes apetitos. Francesc no tenía el menor interés en hacer el amor conmigo. Más adelante, no mucho después de regresar de nuestra luna de miel, me dijo que tenía previsto viajar al Gran Premio de Marruecos: «África no es lugar para una mujer. Lo mejor es que te quedes aquí. Penélope te hará compañía», me dijo.

»Aunque procuré seguir viviendo con normalidad, la sensación de que algo iba mal seguía allí. Y el fracaso de esa parte de mi matrimonio me trajo de nuevo el dolor que había intentado reprimir en relación con Gaspar. Ahora era tan grande que tenía miedo de que me engullera. Me distraía con las clases de ballet, que ahora recibía todos los días, y en las que me curvaba y me estiraba hasta el límite. No podía hablar con nadie de esas cosas. ¿Cómo podría contárselo a mi madre o a un sacerdote? El sexo era necesario para tener hijos, pero algo vergonzoso al mismo tiempo.

Mamie dejó de hablar un momento para ir al grifo del fregadero a servirse un vaso de agua.

—¿Entonces Francesc era impotente? —pregunté—. ¿No podía tener hijos?

Mamie negó con la cabeza.

—Procuraba ser un buen esposo, pero, sencillamente, prefería a los hombres.

Me quedé sentada con la boca abierta. Me costaba creer lo que había dicho.

—¿Tus padres te casaron con un gay? —exclamé—. ¿Y cómo te enteraste de que era homosexual?

—Cuando estaba de viaje, registré su estudio. Pensé que podía estar enamorado de otra mujer. Pero entonces encontré su diario y cartas de amantes masculinos.

No podía creer que un hombre le hubiera hecho eso a mamie. Era tan cariñosa. ¡Y casarse en esas circunstancias era un fraude!

—¿Conseguiste la anulación del matrimonio? —pregunté.

Mamie se estremeció.

—No, no podía hacer eso —dijo—. Habría expuesto a Francesc de un modo terrible. Y, además, seguro que mis padres no habrían insistido en el matrimonio si hubieran tenido alguna sospecha de que era homosexual.

—¡Pero Francesc no tenía que haberse casado contigo, mamie! —protesté—. ¡Fue deshonesto! ¡Lo hizo para guardar las apariencias!

—Oh, Paloma —dijo ella con gesto exasperado—. Tienes que entender que estamos hablando de España y no de Francia. En aquella época, que te denunciaran por homosexual podía resultar fatal. La Iglesia predicaba que el pecado de homosexualidad era peor que el asesinato. En muchos casos, a los hombres de esa condición los mataban a palos o los encerraban en un manicomio. Francesc habría hecho todo lo posible para ocultarlo. Si Xavier, mis padres y, sobre todo, Margarida no habían sospechado de sus inclinaciones, no podía ser tan obvio. No creo que la familia de Francesc lo supiera. Y el pobre Francesc estaba lleno de aversión a sí mismo. Su diario estaba repleto de anotaciones de sentimiento de culpa y odio a sí mismo. Creo que, en cierto modo, esperaba que al casarse conmigo se convertiría en «normal».

—¿No te pusiste furiosa por haberte visto obligada a casarte con Francesc cuando era al avi a quien amabas? —pregunté.

—No podía odiar a mi marido, Paloma —dijo mamie en voz baja—. Francesc estaba tan atrapado como yo. Ambos habíamos sido obligados a casarnos dentro de nuestro círculo. Y Francesc era bueno conmigo. Cuando estaba en Barcelona me llevaba a todos los locales nocturnos. Y no ponía objeciones a que continuara estudiando ballet. Además, era una compañía agradable. Cuando lo acepté tal como era, nos hicimos amigos. Solo que no teníamos una relación física.

—Pero, mamie —dije, sorprendida todavía de que no estuviera resentida—, tú querías tener hijos. ¡Un montón de ellos! Eso debió de afectarte.

Mamie apretó la mandíbula y frunció el ceño. Parecía estar en un lugar lejos de nuestra casa. Además, sabía que, a menos que quisiera buscarme otra bronca, la narración había concluido por esa noche.